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domingo, 21 de junio de 2015

La leyenda del espejo









Antigua leyenda oriental sobre los oscuros hermanos que habitan en el espejo. Un giro final francamente desconcertante y aterrador.

Se sabe que los espejos han ocupado y ocupan un lugar privilegiado en los mitos, en las supersticiones, aun en las llamadas “leyendas urbanas”. El escritor argentino Jorge Luis Borges estuvo particularmente obsesionado por estos artefactos que datan del Antiguo Egipto.

En ocasiones se ha pensado que los espejos reflejan el alma de las personas. Algunas almas condenadas, tal como ocurre en las leyendas de los vampiros, no se muestran en los espejos. (Es especialmente recordada la escena -que finalmente es lo que da
nombre al film- de la película de Roman Polanski “La danza de los
vampiros”.)

Hay una vieja costumbre de la que desconozco el origen que obligaba a cubrir los espejos cuando en la casa había un agonizante, para que el alma del moribundo no quedara aprisionada allí. En el fondo, se trata de pensar que en los espejos transcurre un mundo paralelo, un mundo habitado por difuntos que no han podido trasponer algunos umbrales.

La Alicia de Lewis Carroll, con sus aventuras y desventuras a través del espejo, ya es parte integral de nuestra cultura, y el que encuentra Harry Potter no refleja imágenes sino los deseos más desconocidos de quien allí se mira.

¡Y cómo olvidar el espejo de la madrastra de Blancanieves, tan a contrapelo de sus anhelos!

Pero quería acercar una vieja leyenda oriental que escuché alguna vez y que también refiere al misterioso mundo de los espejos.
La leyenda del espejo

Cuenta esta leyenda que hace muchísimos años, en épocas que la memoria no alcanza a recordar, en una época en que aún no se conocían los espejos, todos tenían un doble de sí que habitaba pacíficamente este mundo y que no interfería en absoluto en la vida de los hombres, al punto que nadie jamás se cruzaba con su doble, porque así eran las cosas y no se sabía por qué ley no escrita, ni dictada por quién, estaba prohibido transitar por los mismos lugares.

Pero la ambición de aquellos oscuros personajes pudo más y quisieron ser únicos, apoderarse del mundo conocido y someter a sus hermanos en la imagen. Se desataron cruentas y crueles batallas; una guerra de nunca acabar en la que las bajas de uno y otro bando ya nadie sabía contar. Como reza un viejo adagio: una guerra no es tal hasta que un hermano no mata a su hermano.

De un lejano monasterio enclavado en las montañas comenzaron a escucharse unos cánticos que pronto fueron inundación, lo invadieron todo, ocuparon cada rincón del mundo y cercaron a los dobles, los inmovilizaron, les dieron caza hasta encerrarlos en unos luminosos objetos que aquellos monjes habían recibido de la mano de no se sabe qué divinidad, ni qué precio habían pagado.

Finalmente la victoria fue alcanzada. Se ganó la guerra y nuestros hermanos fueron encerrados en los espejos y condenados por la eternidad a repetir cada uno de nuestros movimientos y sólo a gozar de cierta libertad cuando nosotros nos alejamos considerablemente de los luminosos artefactos.

Hay quienes dicen que tal condena eterna es solamente una quimera, que no podrá durar, que de hecho, no ha durado. Que la guerra ha comenzado lentamente, que ya se pueden ver pequeños indicios del comienzo de la rebelión, pequeños indicios en una mano que no acompaña el movimiento de una mano que se movió, en un giro que no es acompañado desde el otro que habita en el espejo, en una mirada que se dirige hacia otro punto, quizá donde se están congregando las huestes, prontas para atacar. Pequeñas señales de que la guerra ya ha comenzado.

Pero, aún más. Algunos sabios afirman y lo comentan en voz muy baja, que nunca hemos ganado ninguna guerra, que eso es sólo una ilusión que nos hacen creer nuestros oscuros hermanos y que en verdad somos nosotros quienes vivimos presos en un espejo, condenados por la eternidad a repetir los movimientos, los gestos y las miradas de los oscuros, que hace mucho tiempo, tanto que la memoria no alcanza a medir, ganaron su guerra y nos dejaron aquí, presos, con la sola rebeldía de unas pocas palabras que nos podrán permitir, algún día, quizás, empezar por no mover una mano, no acompañar un giro, no obedecer a una mirada.

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